miércoles, 13 de junio de 2012

'True Blood' regresa como una montaña rusa.



Para aficionarse a True Blood, la serie de vampiros de la HBO que vuelve en agosto a Canal Plus con su quinta temporada, estrenada el domingo en EE UU, hay que superar varios obstáculos. El más importante de ellos, un Himalaya para algunos, es Sookie Stackhouse, el personaje interpretado por Anna Paquin: se le ama o se lo odia, no hay término medio. Bill Compton, el vampiro más lánguido y tristón de Luisiana, ha ganado muchos puntos desde que se hizo rey en la cuarta temporada y ejerce su poder con dosis de maldad. El resto de la troupe ha ido creciendo con los años, empezando por Eric y su inseparable Pam (“He tenido que ponerme un chándal de Wallmart para hacer esto: espero que salga bien”), los hombres lobo y los que se transforman, Jason y Tara, el sheriff Andy, enganchado al V, Arlene, Terry y todos sus fantasmas.

Lo más difícil de asimilar en True Blood es a la vez su mayor hallazgo: meter todo tipo de criaturas sobrenaturales en la vida cotidiana, desde diosas griegas hasta espíritus, magos, mujeres pantera y hombres lobo, personas que se transforman en cualquier cosa, hasta hadas. En la serie de Alan Ball (A dos metros bajo tierra) los vampiros utilizan iPhone y lanzagranadas de última generación pero a la vez una bruja de Logroño, quemada en un auto de fe en el siglo XVI por la Inquisición –una institución dominada por vampiros–, la lía parda en Bon Temps, un pueblo de Estados Unidos en el siglo XXI. En cada temporada aparecía una criatura nueva y en la cuarta ya se produjo el desmadre total.

Sobre la quinta temporada sólo quiero decir que el primer capítulo es una auténtica montaña rusa: no hay muchos episodios de ninguna serie en los que ocurran tantas cosas a tantos personajes en tan poco tiempo. La cuarta acabó dejando al espectador pendiente de muchos frentes: Russell Edgington había conseguido escapar con sus 3.000 años de mala leche intactos; Sookie y Tara estaban metidas, otra vez, en un lío descomunal; los fantasmas no iban a dejar de campar a sus anchas por Bon temps; de nuevo se intuyen tiempos difíciles para Arlene, Terry, Jason y Lafayette; Sam recibía una visita, que no parecía de cortesía, de lobos de ojos amarillos bastante cabreados…

La gracia de True Blood es que los viejos códigos se respetan escrupulosamente (salvo que los vampiros pueden aparecer en los espejos). Son vampiros con los que Drácula podría entenderse perfectamente. Aquí no hay cosas raras como en Crepúsculo, donde los vampiros pueden salir a la luz del sol si se ponen un factor de protección suficiente: la plata les debilita hasta matarlos, un estaca en el corazón les destruye, necesitan invitación para entrar en una casa, tienen poderes de hipnotismo… Son vampiros como debe ser. Tampoco es una casualidad que la serie transcurra en el bayu, un lugar mítico del sur de Estados Unidos, poblado por nieblas y pantanos, por viejas leyendas que se retuercen como las raíces de los árboles. Hasta en una novela policiaca de James Lee Burke, protagonizada por el siempre terrenal sheriff de Nueva Iberia, Dave Robicheaux, que Bertrand Tavernier llevó al cine bajo el título de En el centro de la tormenta, aparecen espíritus. Cosas de Luisiana.

A la vez, y eso es algo que quedaba especialmente claro en la cuarta temporada, la serie tiene más cargas de crítica social de lo que parece. True blood es una versión retorcida de los cuentos de hadas (si es que hay alguna versión de esos relatos iniciáticos que no lo sea) pero también un retrato certero de la América profunda. La tribu de hombres pantera parece una versión todavía más sórdida de la banda de Ma Baker (que Roger Corman retrató en la magistral Mamá sangrienta) mientras que la familia Trammell parece sacada de las profundidades de la Gran Depresión. La serie nos habla de un mundo en el que existen vampiros milenarios y fantasmas de brujas pero también personas que ni siquiera intuyen lo que es el estado del bienestar en una versión del realismo mágico aplicada a la miseria y la pobreza del Viejo Sur.
 

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